Por J. L. Trasobares.
A la confusa mitología aragonesa se le está sumando un nuevo ingrediente: la idea de que Valencia y Murcia ofrecen un modelo de desarrollo rápido y elemental. Miramos al Levante con un ligero recelo, por aquello del trasvase, pero envidiamos su rutilante marcha hacia el paraíso de los nuevos ricos. ¡Ah, si nosotros tuviésemos un buen pedazo de costa!
La posibilidad de meterles mano a los recursos naturales, al agua, al paisaje, a las montañas o a la misma estepa para obtener beneficios inmediatos y realizar operaciones especulativas de gran calado (o a gran escala, si lo prefieren) se ha convertido en la meta suprema de muchos aragoneses. El dinero no tienen olor ni color; el dinero se justifica por sí mismo.
Por supuesto, no todo lo que se hace en Valencia o Murcia es pernicioso por especulativo o insostenible. Sin embargo, en la retina de demasiadas personas no quedan sino aquellos golpes de mano más visibles y destructivos: las mil y una grúas-torre que jalonan la destrucción del litoral, los edificios inútiles y costosos, los campos de golf en los secarrales, la economía sumergida, los mercedes en el naranjal… Qué gozo supremo, ¿verdad? Algunos aragoneses defienden los proyectos más polémicos (Gran Scala, por supuesto) arguyendo que “en Murcia o Valencia los aceptarían encantados”.
Aragón superó hace más de un decenio el largo y duro ajuste iniciado tras la Guerra Civil. Aquel proceso nos ha dejado cicatrices, pero hoy somos una comunidad cuyo PIB crece a uno de los ritmos más potentes de Europa y donde apenas existe paro. La población (tradicional punto débil) se ha estabilizado y tiende a crecer, la inmigración ha encontrado hueco y hasta parece que el déficit de capital público remite. Ayer, el pabellón-puente hizo click ante los asombrados ojos de la concurrencia. No tenemos ninguna necesidad de echarnos a correr detrás de objetivos extravagantes ni buscar atajos desarrollistas de muy dudoso impacto.
Ayuntamientos corroídos por la corrupción, cargos públicos bajo sospecha, empresarios arribistas, cajas de ahorro cuya fiabilidad se viene abajo por culpa de los tejemanejes inmobiliarios y las inversiones dirigidas, empleos de baja o nula cualificación, todos pendientes del hormigón y el ladrillo… Debajo el oropel no todo reluce a orillas del Mediterráneo. No es el mejor espejo al que mirarse.
Fuente: El Periódico de Aragón
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